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Rosetta o acerca del pan más delicioso.

  • Liuva Sustaita
  • 12 mar 2017
  • 3 Min. de lectura

Dentro de las preguntas que a simple vista son absurdas se encuentra aquella sobre el número de croissants que hemos comido a lo largo de nuestra vida. Absurda porque carece de importancia y porque parece imposible de responder. Es razonable preguntar cuántas veces hemos comido caviar, o cuántas veces tamales oaxaqueños, o cuántas nos hemos tomado un matcha. Pero si todos los croissants fueran tan buenos como los que se pueden comer en Rosetta, creo que la pregunta tendría sentido.


Alberto me pidió que visitáramos la panadería que -según sus fuentes- es la mejor de México. Acepté enseguida, en parte porque amo el pan, en parte porque volvía de un viaje y quería verlo. Deya y Alejandra, que son dos amigas con quienes fuimos a Quintonil, estaban invitadas. Tomamos el metro, bajamos en Patriotismo, pasamos al FCE por un libro, y caminamos bajo la lluvia antes de tomar un taxi. Durante el trayecto pensaba en lo que podría encontrarme: hasta entonces el mejor pan lo había comido en Viena, y las expectativas que Rosetta despertaba en mi no eran las de un pan superior al que pude comer en esa otra capital.


Llegamos al local. En la fachada se leía únicamente un letrero con la leyenda Panadería. Entramos y, por ir avanzada la tarde, la selección restante de panes era escasa. Había dos muffins (uno con fresa y otro con una semilla cuyo nombre no recuerdo, pero con un gusto cercano al cardamomo), había también algo parecido a una galleta, cuernitos normales, un cuernito integral, pan de anís, y algunas cosas más que no incluimos en nuestra orden. Nos sentamos en la barra del lugar que además era una cafetería con dos panes por persona y la intención de probar los que tenían los otros. Mis ojos decidieron comenzar por el pan-galleta. Di la primera mordida y vino a mi el pensamiento que el pan dulce en Viena era mejor. “No es en vano – pensé – que reciba en francés el nombre de viennoiserie”. Las chicas comían una el pan de anís y otra el pan con fresas.





El lugar era pequeño y la gente al otro lado del mostrador era muy amable. Una chica morena de estatura media tenía en su voz el gesto de la felicidad.



Alberto llegó a la mesa con su orden, fue el último en llegar. En su bolsa aguardaban los croissants a ser comidos. Por estar uno de ellos, el integral, cubierto con miel de agave, es quizá más adecuado llamarlo cuernito que croissant, pues cuernito es un nombre más mexicano. Antes de probarlo mi boca ya se había encontrado con los otros panes, todos más merecedores de una sonrisa y de la satisfacción que el primero: sabores nuevos, texturas agradables y niveles de grasa muy bajos. Sentí lástima porque pensé que Alberto tenía los panes menos llamativos y la ilusión más grande de ir a aquel lugar. Yo daba un sorbo a mi café cuando él me dijo: “Este es el mejor pan que he probado en toda mi vida”. Incrédulo le pedí que me convidara un poco. Tomé el cuernito, lo acerqué a mi boca, lo mordí, y mordí en ese momento el pan que había querido morder desde que me empezó a gustar el pan dulce.


Si en la fachada se leía únicamente un letrero con la leyenda Panadería, sin algún nombre propio, pensé que era debido a la modestia del local, pero que también señalaba la cercanía entre el lugar y su arquetipo.


Rosetta cumple una función importante: convierte a objetos comunes en extraordinarios. Todas las personas nos son un poco indiferentes hasta que nos enamoramos, y todos los libros parecen aburridos hasta que leemos el indicado. De manera semejante, el pan de Elena Reygadas recuerda por qué existen cosas dulces entre tantas comidas, y cómo es que la dedicación de alguien puede hacer felices a otras personas.



 
 
 

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