Quintonil I
- Albertojuaa
- 5 ene 2017
- 4 Min. de lectura
A los 19, con la gastronomía como pasión emergente, me acerqué a mis padres y les comenté que quería visitar un restaurante llamado Pujol con ocasión de mi cumpleaños. No aceptaron. En ese momento mi sentido de la independencia, propio de alguien entregado a sus estudios y que carece de relaciones amorosas, me indicó que para cumplir mi capricho debía emprender la aventura por mi cuenta. Se me ocurrió invitar a mis amigos a compartir la experiencia conmigo. Honestamente esperaba una negativa rotunda, pero la vida me sorprendió de una manera muy grata e ilusionó cuando aceptaron sin dudar. El único día en el que los cuatro miembros del grupo teníamos posibilidad de visitar Pujol era el 22 de diciembre del 2015, así que llamé al restaurante para encontrarme con la sorpresa que justo en esas fechas estaba fuera de servicio por las festividades navideñas; era momento de hacer uso del plan B. Llamé a Quintonil, el mejor restaurante de México según la guía Pellegrino. Para nuestra fortuna logramos conseguir una mesa y el sueño de visitar un restaurante de talla internacional estaba cerca de materializarse. Mis expectativas gastronómicas nunca habían sido tan altas. "El mejor restaurante de México" me repetía constantemente mientras imaginaba los platos que probaría y las sensaciones que estos me dejarían. El día llegó y todos los que me rodeaban lo sabían. Había esperado esto con tanto ahínco que ese día desperté más temprano de lo habitual. El restaurante llamó a mi casa para confirmar la reservación. "Por supuesto que iremos", dije. Quedé de verme con Liuva en el metro a la una de la tarde, y aunque llegué con un ligero retraso producto de las circunstancias propias de una ciudad tan grande, ya dos horas antes de la cita estábamos en camino. Al llegar a Polanco (uno de nuestros puntos de referencia desde que mi amigo se fue a estudiar a Guanajuato) dimos un recorrido improvisado en busca de Quintonil y llegamos con cuarenta minutos de anticipación. La espera había terminado. Una de las salidas más ansiadas de mi vida estaba llevándose a cabo. De manera paralela, Alejandra y Deyanira sufrían percances con el tráfico y habían avisado que llegarían un poco después de lo previsto. Las esperamos con la paciencia propia de quien conoce su impuntualidad, y con la impaciencia propia de quien tiene hambre y un sueño por cumplir. A las tres con cuarenta minutos Liuva y yo decidimos ordenar sin importar el retraso de las chicas. Previo a la visita a Quintonil todo el grupo estuvo de acuerdo en que ordenáramos el menú degustación, así que eso hicimos. Llegó el primer tiempo y con él tres elementos básicos en la alimentación de cualquier mexicano: tortillas, salsa roja y frijoles para acompañar. Todo era extraordinario; hasta el día de hoy no recuerdo haber comido una salsa roja tan deliciosa como aquella, ni unos frijoles tan perfectamente sazonados como los de ese día. Para cuando íbamos en el tercer tiempo y Quintonil ya figuraba en las mejores experiencias de nuestras vidas llegaron las chicas, disculpandose con la simpatía que las caracteriza por su "elegante" retraso, y empezaron a comer. Liuva y yo decidimos pausar para que el cuarto tiempo se sirviera a todos al mismo tiempo. Para cuando llegó la tostada de salpicón de centolla (DELICIOSA, por cierto) mi noción de los tiempos decaía y mi grato asombro crecía de manera exponencial. Posteriormente llegó un caldo de flor de calabaza que siempre tendré presente como el único plato de Quintonil que no me gustó; "Nada en esta vida es perfecto" me dije. El diezmillo de res wagyu en pulque, maíz y reducción de chiles secos alivió la breve confusión que había producido el caldo y el pescado con puré de chile guajillo, frijol ayocote y pico de gallo de piña y chile de agua vino a confirmar lo que los cuatro amigos ya sabíamos con certeza: Quintonil nos había otorgado la mejor comida de nuestras vidas. Finalmente llegaron los postres. Primero, uvas confitadas, espuma de té limón, ruibarbo y granizado de tomate, un postre al que recuerdo poco y no porque fuera de baja calidad, sino porque los dos siguientes resultaron muy superiores. Nieve de nopal: un sabor indescriptible, pero maravilloso. Y para terminar: Gelatina de guanábana, helado de chocolate, aguacate y cilantro, plato que hasta el día de hoy tengo como el postre más memorable de mi vida. Aún recuerdo el 22 de diciembre del 2015 como uno de los días más felices de mi corta existencia. Mis amigos estaban conmigo, visitamos juntos el mejor restaurante de México (que también era el sexto mejor de latinoamérica) y habíamos degustado la mejor comida de nuestras vidas hasta ese momento. Han pasado casi seis meses desde ese día y mucha gente nos sigue preguntando acerca de la experiencia, el menú y los precios. Desconozco la manera en la que mis amigos responden dichas preguntas, pero en mi caso lo hago entusiasmado y convencido que me gustaría que toda mi familia, amigos y conocidos vayan a Quintonil y disfruten de una experiencia que los puede marcar de por vida tal y como lo hizo con nosotros.
http://www.quintonil.com/









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