Panes Europeos
- Liuva Sustaita
- 6 ene 2017
- 3 Min. de lectura
Disfruto mucho comer pan dulce. Llegué a comer tres piezas cada día mientras vivía en Guanajuato. Algunos días comía cinco. Conozco la mayoría de las panaderías en esa ciudad y sé qué panes debo comprar en cada una de ellas. San Sebastían tiene buenas donas de chocolate; en Don Sazón saben horribles, pero las conchas y los panqués de manzana o guayaba son una delicia. En las panaderías de paredes verdes se puede hallar un prodigio: el panqué de zanahoria. De La Luna resaltan sus mantecadas y la variedad de pan a precio muy barato. La panadería cercana al paseo de la presa, después de embajadoras, es quizá la más recóndita. No hay letreros que anuncien su presencia y se accede al local mediante una vecindad, pero no es por ello es menos recomendable. Las contadas especies de pan que ofrecen al público tienen una costra más crujiente que la de las demás panificadoras y un ligero sabor a secreto. Después de un periodo de alto consumo de pan dulce decidí, como propósito de año nuevo, reducir mi consumo a un pan por semana. El inicio fue difícil pero pude conseguirlo. Eso fue a principios del 2016. El cinco de abril del mismo año tomé un vuelo de la Ciudad de México a Munich. Había escuchado cosas del pan alemán: escuché del exquisito sabor, de la textura que parecía el claro indicio de que, en todo momento, acababan de salir del horno, de la inabarcable variedad de panes. Comí panes en distintos lugares. Quizá fueron las expectativas tan altas las que lo arruinaron, no sé. El pan alemán me pareció bueno pero jamás increíble. Tuvo que llegar otro viaje. Andaba las calles de Praga un tanto presa de la emoción después de un viaje desde la pequeña ciudad de Tubinga cuando decidí entrar en un café. El negocio –me enteré por una chica argentina que conocí en el lugar– abrió sus puertas en la calle Kaprova el mismo día que comí aquel pan. La pieza era pequeña (cabía fácilmente en la palma de mi mano) con la forma de un romboide estrecho. La pasta era de mil hojas y tenía una humedad mayor a la de la misma masa cuando la he probado en México. Se hallaba relleno de manzana. Apenas probarlo, sentí que se convertía en el mejor pan dulce que había probado en mi vida. Soy perfectamente consciente de lo que me molesta de los panes: unas veces tienen demasiada grasa; otras son demasiado dulces; otras más, los arruina la abundancia de algún ingrediente; en algunas ocasiones son degradados por un sabor artificial, la falta de humedad o una consistencia altamente frágil que lleva todo a migajas. Pero nada de eso había en este pan que fue, aquel día, la capital del equilibrio y mi boca su único habitante. Recobré la ilusión, y como a todo iluso las cosas no me fueron bien. El siguiente pan que comí en Praga fue bastante mediocre: grasoso y dulce de más. Tras algunas noches en el hostal Franz Kafka partí a Viena. La ciudad se volvió mi favorita de entre las que he visitado debido a las amplias avenidas, los edificios abiertos, infinitos y equilibrados. Y por el pan. Todo el pan de dulce que comí en Viena fue perfecto. Fueron quizá cuatro panes, o cinco. Pero soy tan celoso de ellos que sólo diré que fueron excelentes y no entraré en más detalles.





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